Filosofía o Sofística

Argumentos, verosimilitud y verdad

Por: Jorge O. Veliz / Alejo Iglesias




articulo

04/12/2021

Resumen

La marcha discursiva de la racionalidad puede estancarse en los pantanos de la oratoria y extraviarse entre los espejismos de la retórica. 


Desde sus albores históricos, la filosofía aspiró a que la racionalidad con que había intentado conocer el Cosmos (pensamiento epistémico) se aplicara, también, a justificar la acción humana (pensamiento ético); desde ese momento, la polémica se volvió uno de sus pilares discursivos fundamentales.

Los dogmas religiosos no resistían el examen de la razón y los mitos, como fuente de inspiración para aleccionar al ser humano sobre las elecciones morales correctas, comenzaban a ser puesto en duda: el pensar teórico se expandía, incondicionado e incondicional. El alma racional se ganaba, así, la apertura a una dimensión de libertad personal tan amplia y abrumadora como la responsabilidad que ésta traía aparejada: la fatalista certeza de un plan cósmico (destino) cedía ante la activa incertidumbre de un proyecto decisorio (persona). Justamente, en el legado poético de Homero, que legaría su espectro conceptual a los temas filosóficos de los antiguos griegos, ya podemos captar el crujido de una época dejando paso a otra: por un lado, en sus estrofas aún transluce la sanción divina que, mediante calamidades o dichas, juzga y retribuye la acción humana; por el otro, en su referencia a las Tres Sombras Penitentes (Ticio, Tántalo, Sísifo), va surgiendo el concepto de mérito según la acción individual.

De este horizonte de mutación intelectual la filosofía va a recoger sus contenidos preponderantes hacia el siglo V a. C.: Atenas se agitaba en los efectos de las Guerras Persas y la identidad democrática de su organización política confería creciente vigor a los problemas prácticos de la convivencia social, soslayando las preocupaciones metafísicas; la discusión moral (y sus derivas jurídicas) se volvía tan importante que reclamaba, como sector prioritario de la escena pública, habilidad e idoneidad para ingresar en ella. Aparecieron entonces los oportunos -y oportunistas- sofistas: maestros vagabundos de los jóvenes de clase alta, quienes pagaban por sus enseñanzas con la finalidad de entrar al aristocrático combate discursivo de la arena política equipados con el arsenal de la elocuencia oratoria, entrenados en las técnicas de la astucia argumentativa.

A diferencia del diálogo socrático, que desembocaba por fuerza persuasiva en el acuerdo, la prioridad sofística del intercambio de argumentos no radica en hallar colectivamente la racionalidad de una situación, sino en quedarse con la razón sólo uno de los intérpretes de la misma, desproveyendo a sus prójimos de ella y concluyendo, invariablemente, en el desacuerdo. El sofista combate con -y para perpetuar- el escepticismo (“ni tú ni yo podemos, en a fin de cuentas, alcanzar certezas”) y el relativismo (“tu punto de vista y el mío son, en última instancia, incompatibles”) como sus más eficaces armas. Así, mientras los filósofos “aman la sabiduría inalcanzable” asumiendo que, tal vez, no hayan de alcanzarla nunca, los sofistas “proclaman la sabiduría alcanzada” celebrando que ésta no tiene ni puede tener más realidad que la que las prácticas culturalmente situadas le puedan conferir.

En Protágoras (480-410) se plasma la actitud sofística práctica: cada hombre es “medida de todas las cosas”, es decir, la verdad es el resultado de un juicio variable en cada persona. Habiendo tantas opiniones como personas haya y, a su vez, no habiendo un criterio objetivo de verdad, la opinión que prevalezca en la mayoría fijará la convención moral que una sociedad acatará como propia, sin necesariamente asumir como racionalmente verdadera. Gorgias (484-375 aprox.), más extremo, lleva la sofística al nivel de especulación teórica: nada existe objetivamente e, incluso, si algo existiese, sería incognoscible; más aun, si fuera cognoscible, ese conocimiento, dado que es resultado de una experiencia subjetiva, sería incomunicable.

Sócrates desesperará por superar, con su propuesta Mayéutica, el perenne estancamiento en la polémica que la sofística acarrea con su eficacia Retórica… ¿Habrá conseguido el maestro de Platón fijar la desembocadura de todo preguntar filosófico en la aspiración a respuestas racionales, últimas e inapelables? ¿O los sofistas habrán acotado las pretensiones de su vuelo teórico a los concretos límites de la práctica?

El Signo de Interrogación nos invita a seguir preguntándonos: ¿Es la sofística una degradada y decadente reducción de la filosofía o es, por el contrario, todo cuanto el ejercicio filosófico puede fácticamente resultar?

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